Como una china en el zapato, aún tenía su sonrisa atravesada entre las piernas. Levanté el teléfono.
– Te apetece un café?
– venga, llevo el que me ha traído Iñaki de Colombia, ok?
Me duché, me bañé en crema y me coloqué mi camisa holgada fresquita.
Eran las 15:15 y tenía que estar a punto de llegar.
La hora de la siesta es para mí la hora de las sábanas blancas, estiradas, fresquitas. De la persiana entrebajada, dejando el hueco justo para que corra la brisilla cargada de olor a sal y el sonido de las gaviotas planeando libres, dibujando el aire, volando alto.
– ¿Sí?
– Soy Javi, abre
Nala celebraba la visita inesperada y meneando el rabo se puso a ladrar.
– ¿Qué dices, tía?! ¿ qué tal? ¿Por qué te fuiste el sábado tan pronto? Te estuve buscando. – Me dijo mientras me abrazaba salundandome. Yo notaba mi corazón comprimido contra su pecho latiendo a 140 pulsaciones por minuto, incapaz de distinguir si estaba al borde del abismo en el que quemo las riendas o del infarto.
– He traído cafelillo de Colombia.
Me puse a calentar agua y preparé dos vasitos con hielo.
Javi se paseaba por mi estantería viendo los últimos libros que había adquirido.
– El libro de los amores ridículos, eh.
– Me encanta Kundera
– Y te encanta desmontar el amor
– No es cierto
– Ah, ¿no?
– No, últimamente, de hecho, ando medio revolucionada y mira, no he salido huyendo
– Ah, sí? Y de quién se trata?
– Creo que ya está el café.
Llegué con dos vasos y Javi estaba intentando estirar la espalda con cara de dolor.
– Qué te pasa?
– Me hice el otro día daño escalando, tía, y me pegan latigazos de vez en cuando.
– Pásate por la consulta esta semana si quieres y te veo.
– Pues igual sí te pido que me hagas un huequito.
Saqué milhojas de dulce de leche y estuvimos charlando de su último viaje.
Le volvió a dar otro latigazo la espalda.
– A ver, anda, déjame verte. Túmbate aquí, que ahora vengo, – le dije mientras extendía la camilla.
Volví del baño con aceite y empecé a masajear simulando la poca apetencia física de la buena amiga que era al tiempo que escondía las ganas locas que nacían de mi estómago y reducían mi capacidad autonoma de respirar tranquilamente.
Tenía una contractura de tercer grado en el homoplato.
-Ahí justo me duele tela, tía
– Qué calor.
Me remangué y me abrí la camisa mientras le masajeaba. Al fin y al cabo había confianza y mismamente hacia un par de semanas habíamos estado bañándonos en pelotas en la playa.
Mi mano seguía masajeándole mientras mi mente le había atado las manos sobre su espalda, había cogido un hielo del vasito de café y se había sentado sigilosamente sobre él.
Ladeó un poco la cabeza y me vio la cara.
– Qué pasa, tía? Te conozco y esa expresión es distinta.
Apreté los labios queriendo hablar pero sin encontrar palabras.
Volteó el cuerpo hacia mí y me agarró de la mano.
– Ey, ¿qué pasa?
Me miraba fijamente. Apuesto a que mi piel gritaba por mí lo que mi lengua no lograba articular. Todas las palabras habían salido huyendo de mi boca para no romper aquel taquicárdico barranco de silencio.
Tiré levemente de él para sentarle en la camilla. En un instante me atravesó su mirada anulando cualquier tipo de reacción por mí parte y me situó frente a frente contra él. Frente a frente contra la verdad. Él estaba sentado con las piernas entreabiertas y sin premeditarlo me había colado entre ellas.
En un instante de hielo y fuego, derretido y congelado al mismo tiempo, dejó de girar el mundo cuando me mordió el labio para justo después pasar su lengua por todo el contorno de mi boca, tan dulcemente que me estaba matando.
Esbozó una sonrisa y se quedó observando un instante mi expresión.
– Espera un momento, – le dije. Me quité la camisa, estiré bien las mangas y le vendé los ojos con ellas.
– Ahora. Búscame.
Como si de un imán se tratase, llevó la palma de su mano hacia mi pecho donde tuvo que notar el caballo desbocado que cabalgaba dentro y que se rendía manso entre mis piernas. Con la otra mano, me acercó más a él. Entonces no lo dijo, pero aún sin verme, comprendió que yo esta vez no estaba huyendo.
Le conduje hacia el borde de la camilla. Le besé suave primero, y por instantes fui perdiendo gradualmente el control. Justo después desaparecí.
Dejé que durante unos instante alzase las manos buscándome para después asaltarle por la espalda y le fui recorriendo, vértebra a vértebra. Mi lengua desembarcaba en el cuello mientras su cuerpo se erizaba.
– Vuelve a encontrarme – le dije separándome de nuevo mientras esbozaba una sonrisa.
Me movía con una quietud camaleónica mientras me divertía observar cómo, sin poder verme ni escucharme, a modo de una brújula apuntando al norte magnético, iba girando su cabeza hacia mí. Me moví entonces hacia la izquierda y, como el último vagón que inevitablemente lleva la inercia y la senda marcada por el primero, su cuerpo se inclinaba hacia el mío.
Probé a separarme de la camilla sin perderle de vista, caminando marcha atrás hacia el pasillo. Entonces se puso en pie y, guiado por su intuición, se dirigió hacia mí mientras yo seguía caminando de espaldas a tientas.
Me alcanzó en mitad del pasillo. Dejó caer al suelo su venda junto a toda mesura y secuestró mi cuello cogiéndome en brazos de una manera orgánicamente animal.
Empezó a besarme como si el mismo fuego y y el mismo tiempo se fueran a ahogar mañana y quisiera condensar ambos en un solo instante en el que yo caía en picado por un vacío lleno de vértigo donde no se palpaba el fin.
Me sujetó con fuerza mientras mis piernas, mi alma y el resto de mi cuerpo se convertían en un solo canal y entre momentos rítmicos y unas ganas resurgidas de las raíces más salvajes y remotas, perdí la cabeza entre tanta hiperventilación.
Él dejó caer sus esquemas y yo le dejé atravesar mi vida misma, desmontando mi nombre, revistiendo aquella tarde de playa, rebautizando la santa amistad que nos unía y separaba. Amistad que seguiríamos pervirtiendo unos cuantos meses más.